“El arte me ha enseñado a mirar”. Luis Bassat
Luis Bassat charla sin rodeos con Silvia Hengstenberg de lo que nos falta: más museos para artistas vivos, más implicación de las instituciones, más belleza en las ciudades, más paz en el mundo … y de lo que permanece cuando todo cambia.

A sus 83 años sigue pensando con la energía de quien empieza. Ha dedicado su vida a mirar distinto. Publicista pionero, coleccionista apasionado, defensor del diálogo y de la belleza como motor de cambio, repasa en esta conversación su vida a través del arte, la publicidad, la familia y el compromiso social. Desde la fundación de su galería en los años 70 hasta su visión sobre la inteligencia artificial, Bassat comparte sin filtros anécdotas, aprendizajes y su visión sobre lo que significa crear, comunicar y dejar un legado. Con su inseparable Carmen Orellana han creado una colección que es una declaración de principios. Y su discurso, un alegato generacional.
Alguna anécdota que te haya marcado
Yo quería independizarme, no depender de mis padres. Quería fumar y quería comprarme una Vespa. Pero claro, mi padre no quería ni que fumara ni que tuviera moto. Así que decidí buscar un trabajo y empezar a ganarme la vida yo.
Con 16 años encontré ese trabajo que buscaba en Correos. Querían universitarios para trabajar un mes seguido, del 6 de diciembre al 6 de enero. Me presenté, aunque aún no era universitario, pensando que si me pedían organizar rutas o tareas logísticas, sabría hacerlo. Y me aceptaron.
El primer día nos citaron en un sótano en la oficina principal de Correos de Barcelona, con unas ventanitas que daban a la calle. Un señor nos explicó a los doscientos jóvenes que estábamos allí, que los sacos de correos caerían por esas ventanas y que había que cargarlos y llevarlos a otra sala. Recuerdo que muchos se fueron en cuanto oyeron aquello. Yo me quedé. Y aguanté.
Cada día éramos menos. El 31 de diciembre salí con dos amigos a celebrar el fin de año. Dormí solo dos horas, me levanté a las cinco y fui a trabajar. El día 1 de enero estaba solo. Y aguanté hasta el final. No podía dejarlo. Era una cuestión de amor propio.
Esa experiencia me marcó para siempre. A partir de entonces, ningún trabajo me ha parecido duro. He pasado noches enteras trabajando en campañas de publicidad, sin dormir, y al día siguiente seguía. Aguantaba. Porque después de cargar sacos 8 horas diarias durante todo un mes, lo demás me parecía asumible.
Recuerdo una anécdota muy clara. Un cliente me dijo que el miércoles tenía que estar en Barcelona para presentar una campaña a Sweeps Europa. Le dije que el martes por la tarde tenía que estar en Nueva York presentando la campaña europea de American Express al presidente mundial de la compañía y que no podía cambiar la fecha. El presidente de Schweepes insistió que tenía que verme el miércoles por la mañana y como la cita de American Express tampoco se podía cambiar, la propia empresa me organizó el viaje. Salí de Barcelona el martes por la mañana en avión. Al llegar a Nueva York fui en helicóptero hasta la calle 34 de Manhattan, donde me esperaba un coche de Ogilvy que me llevo a las oficinas. Allí me duché, me cambié y el mismo coche me acercó a American Express. Presenté la campaña, que aprobaron con entusiasmo, y entonces un directivo de American Express me acercó a su helipuerto donde un helicóptero me llevó de nuevo al aeropuerto. Aterrizamos y un coche de American Express me esperaba para llevarme a la escalerilla del mismo avión con el que había volado a Nueva York esa mañana. Y otro directivo de American Express me entregó mi pasaporte, que debió pasar él por la policía. Me senté en el mismo asiento 1A del viaje de ida. Estaba cansado, por lo que me dormí enseguida. Al llegar a Barcelona, fui a mi casa a ducharme y ahí recibí la llamada de mi secretaria, que me dijo textualmente: “Hoy matarás a alguien. El presidente de Scheweppes acaba de cancelar la reunión.” Le llamé, pero no pude hablar con él. Probablemente cambió de opinión y le dio su cuenta europea a otra agencia. Seguro que no fue consciente del esfuerzo que yo hice para cumplir con mi compromiso de verle ese miércoles por la mañana.
Ese tipo de cosas te enseñan. A mí, el trabajo en Correos me hizo entender que todo se puede hacer si estás dispuesto.
¿Cómo fueron tus inicios como coleccionista?
Un día, paseando por Barcelona, entré por casualidad en una galería: la Galería Adrià. Me llamó la atención una obra de Serra de Rivera: una mujer desnuda agachada con una mano en el agua. El agua le llegaba a las pantorrillas, y aunque podría parecer lógico si estuviera en la playa, estaba en el interior de una habitación con la puerta abierta… y el agua no se iba. Me atrapó. Ese misterio fue lo que me llevó a hablar con el galerista.

Era el año 1973 y, junto con unos amigos, decidimos invertir en la galería Adrià. Yo compré un 35 % y convencí a mis amigos de que compraran otro tanto, repartido entre varios. Desde el principio me involucré muchísimo en la parte artística. Hacíamos entre diez y once exposiciones por temporada, una prácticamente cada mes y compraba las dos mejores obras de cada exposición.
Teníamos un contrato con catorce pintores a los que les pagábamos un sueldo mensual a cambio de obra. Pero las ventas no eran suficientes para cubrir los gastos. Cada final de mes, Emilia, la contable, me llamaba y me decía: “Este mes nos faltan 100.000 pesetas”. Y yo ya sabía que no había forma de recuperar ese dinero, así que compraba otro cuadro más. Era una forma de mantener a flote el proyecto y también de apoyar a los artistas.
Al final, una cosa llevó a la otra. Me convertí en galerista y coleccionista al mismo tiempo, casi por necesidad. En 1980, Emilia me llamó de nuevo, esta vez con una cifra más preocupante: 450.000 pesetas. Llamé a Carmen, mi mujer, y le dije: “¿Cuánto dinero tenemos en el banco?”. Me contestó: “450.000”. Y en casa, mil. Y en la caja de ahorros, otros mil. Le dije que no se asustara pero que haría un talón de 450.000 pesetas. Fue tan elegante que solo me preguntó: “¿Lo has pensado bien?”. Le respondí que sí, que así podría decir que lo había dado todo por la galería. Y decidimos seguir adelante, aunque sabíamos que si volvía a hacer falta dinero, tendríamos que cerrar. Y así fue, al poco tiempo, cerramos.
Antes de eso, habíamos tenido la suerte de que se liberara el local contiguo a la galería. Propuse quedarnos con él para usarlo como almacén y liberar el anterior, lo que nos permitió ganar algo de dinero con el traspaso. Cuando traspasamos los dos locales, reuní a los socios, todos ellos con mucha más capacidad económica que yo, y les dije que yo les había metido en ese negocio y que por lo tanto preferiría que escogieran ellos el dinero que habíamos realizado o los cuadros. Todos eligieron el dinero.
Yo me quedé con los cuadros. Y no eran pocos. Ya tenía más de 200 obras de las exposiciones anteriores, y de pronto me encontré con unas 300 más del almacén. Tenía 500 cuadros. No me cabían en ningún sitio. Los repartí por mi despacho, por mi casa, por la casa que teníamos fuera de Barcelona… Y Carmen, lejos de quejarse, estaba encantada. A ambos nos apasionaban los artistas, tanto los figurativos como los abstractos: Serra de Rivera, Guinovart, Ràfols Casamada, Hernández Pijuán… Incluso Canogar, del que recientemente he comprado una obra en subasta, que creo que fue expuesta con nosotros en la galería, u otras similares.

¿Cuál ha sido el papel de Carmen en tu vida y en tu colección?
Carmen y yo nos conocimos muy jóvenes, teníamos apenas 15 y 16 años. Desde entonces hemos hecho todo juntos. Siempre digo que, si he hecho algo importante en mi vida, ha sido con ella al lado.
Estuvimos casi un año sin comprar arte y la situación mejoró. Volvimos a las galerías y a las ferias. Carmen tiene muy buen ojo y una gran sensibilidad. Nos gustaban tanto los abstractos como los figurativos. La colección se fue formando con nuestras dos miradas.
Tenemos una costumbre que nos encanta: al llegar a una exposición, nos separamos. Cada uno recorre la muestra a su ritmo. Y cuando salimos, casi siempre coincidimos. Es como si viéramos con los mismos ojos, pero desde dos perspectivas.
Hemos visitado muchas ferias. Tuvimos un stand en Basilea con grabados de Miró que se vendieron muy bien. Eso nos abrió puertas. También íbamos a ARCO, y en mis viajes de trabajo aprovechaba para ver galerías en Nueva York, París, Londres…
Ella disfruta mucho del arte. En casa tenemos cuadros en todas partes: en el despacho, en la casa de fuera de Barcelona… Y a Carmen le encanta. Disfruta del arte tanto como yo. Carmen y yo hemos hecho la colección poco a poco. Comprando lo que nos gustaba. Y muchas veces, coincidiendo sin hablarlo.
¿Qué época recuerdas con más cariño?
Sin duda, los años 70. Fueron los años de la galería. Trabajaba durante el día en la agencia y por las tardes, de siete a nueve, me iba a la galería. Luego regresaba a casa para dar las buenas noches a los niños. Fue entonces cuando conocí a la mayoría de los pintores y escultores que formarían parte de nuestra colección y de mi vida. Había una energía especial. Todo estaba por hacer.
En los 80 me nombraron miembro del consejo de administración. Allí a las seis de la tarde todo el mundo se iba, y yo aprovechaba para ir a ver las galerías.
En una ocasión se me ocurrió regalar un cuadro de Guinovart al MOMA, Museo de Arte Moderno. Me entrevisté con el director, le hablé de la galería, de Guinovart… pero me echó, literalmente. Me dijo que si aceptara una obra de cada pintor o de cada galería que pretendiera regalársela, habría una cola que daría la vuelta a Manhattan. Salí hundido.
Aquella noche, en una cena de Ogilvy, conocí a una curadora. Le conté lo ocurrido y me dijo: “Lo presentaste todo mal. En América tienes que hacerlo de otra forma. Di que estás haciendo un concurso entre museos”. Así lo hice. Visité al director del Guggenheim y le propuse concursar para una donación que pensábamos hacer a un museo americano. Me pidió si una curadora suya podía ir a ver la obra y conocer al artista.
Mandaron a Margaret Rowell, que vino a mi casa de Barcelona. Yo vivía en un piso con un anexo que usaba como estudio y la invitamos a que se quedara allí. Se quedó tres meses. Eligió tres obras de Guinovart y también quiso conocer otros artistas españoles como Sergi Aguilar. Hizo con ellos una estupenda exposición en Nueva York.
Fuimos incluso a ver a Marta Jackson, la galerista de Tàpies. Un año antes le había hablado de Guinovart, y ahora él ya estaba en el Guggenheim con tres piezas expuestas. Gracias a todo esto, entró en el circuito estadounidense.
Y cuando regresamos a Barcelona, Guinovart me llamó: “Te espero en el hotel”. Fui, y me regaló un cuadro suyo enorme, de casi cuatro metros por dos. Lo expusimos hace poco en Zaragoza. Fue un gesto precioso. De los que no se olvidan.

¿El arte te ha dado algún aprendizaje vital?
El arte me ha enseñado a mirar. No solo a ver, sino a observar de verdad. A fijarme en los detalles, en las formas, en la belleza que se esconde en lo cotidiano.
Hace poco celebramos con mi mujer nuestros 60 años de casados en Corfú, donde nacieron mis abuelos maternos. Encontramos su casa, con una placa que recordaba a Albert Cohen, primo de mi madre. Fue muy emocionante.
En Corfú todo es bello: los bosques de olivos, las calas, pero también las puertas, las ventanas, los colores desgastados de las casas viejas. El arte me ha enseñado a ver la belleza también en eso.
¿Qué convierte una obra en algo digno de ser compartido?
Una obra de arte tiene que provocar algo. Debe tener calidad, sí, pero sobre todo emoción. Hay piezas que, al verlas, te dicen algo, te despiertan una sensación. Me pasa también en el Prado, no solo con el arte contemporáneo.
Yo solo compro si me enamoro de una obra. Incluso en los museos, Carmen y yo salimos preguntándonos: “¿Cuál te ha gustado más?”. Y casi siempre coincidimos en las más creativas. Será porque vengo del mundo de la publicidad. Me fascinan artistas como Magritte, por esa capacidad de imaginar lo que nadie más imagina. También admiro a Miró, capaz de transmitir con apenas unos símbolos. En casa tengo un cuadro de Hernández Pijuán que representa una montaña con solo una línea. Nada más. Pero tiene un poder extraordinario. Esa capacidad de síntesis me encanta.
A veces es la simplicidad lo que me enamora, otras, la fuerza del color o incluso el misterio. Como en la primera obra que compré en la galería Adrià de Serra de Rivera. Esa obra es bastante culpable de que hoy Carmen y yo seamos coleccionistas.
¿Qué os devuelve a vosotros el arte?
El arte me devuelve la satisfacción de verlo. Despertarme por la mañana y ver los cuadros desde la cama me da una alegría enorme. Los cambiamos con frecuencia, sobre todo cuando los prestamos para exposiciones, como las 49 obras que nos acaban de devolver de Zaragoza.
Ya no podría vivir en una casa sin cuadros. En casa solo tenemos una parte mínima de la colección; hay artistas que me encantan y no tenemos nada colgado suyo, simplemente porque no cabe.
Carmen y yo casi siempre coincidimos al comprar. Si no nos convence a los dos, no lo compramos.
Compartimos una sensibilidad que da coherencia a nuestra colección, a pesar de su eclecticismo. Un crítico me dijo que era “demasiado variada”. Yo le respondí: “Me gusta la abstracción y también el realismo”.
Eso sí, hay cosas que no me interesan. Algunas instalaciones me parecen ocurrencias más que obras. Como aquel plátano pegado con cinta adhesiva a la pared, o una instalación que vi en un museo en EE. UU., donde un saco dejaba caer arena y formaba una montañita en el suelo. Al cerrar el museo, los trabajadores la recogían con palas y al día siguiente reponían otro saco. ¿Qué quieres que te diga? Ya existen los relojes de arena, no me pareció que aquello aportara mucho.

¿Cómo es tu relación con los artistas?
Siempre ha sido excelente. Me gusta conocerlos, hablar con ellos, seguir su evolución. Empezó en los años 70, cuando, desde la galería Adrià, comprábamos cuadros porque creía en ellos. Así, sin darme cuenta, nació nuestra colección. Muchos se han convertido en amigos. Incluso comparto momentos personales, como ir al fútbol con Francesc Artigau.
A algunos los apoyamos especialmente. A Guinovart lo llevé a Nueva York, le organicé una exposición, cubrí sus gastos… y al volver, me regaló un cuadro que aún me emociona.

Con Hernández Pijuán tuvimos otro tipo de relación: no quiso sueldo, solo que le pagáramos si vendíamos su obra. Cada uno era distinto, algunos han necesitado más apoyo, otros no tanto, pero con todos siempre hubo conexión.
Hoy disfruto descubriendo artistas jóvenes. Carmen y yo seguimos yendo a exposiciones y ferias, donde damos premios de adquisición: nos comprometemos a comprar una obra. Uno de nuestros preferidos es Marc Prat, que nos retrató con los ojos cerrados y tenemos ese cuadro sobre nuestra cama. Lo expuse en Nueva York y allí, una mujer bellísima se le acercó y le dio dos besos: era la corista de Leonard Cohen. Me dijo: “No deje que Marc se dedique solo a la pintura. Es un contrabajista buenísimo, me lo llevo de gira”. Me fascinó ver que Marc Prat es también un gran artista del contrabajo.
Sólo he tenido una mala experiencia: un artista al que adelanté mucho dinero y nunca entregó la obra. Me dolió, era amigo. Pero ha sido la excepción. En general, disfruto mucho con ellos.

¿Cómo definirías tu colección?.
Nuestra colección, lo dicen y lo reconozco, es ecléctica. Y es verdad. Tiene arte abstracto, arte figurativo… siempre contemporáneo. Me encanta lo ecléctico como la vida misma. La vida no puede ser más ecléctica. A veces incluso me lo han criticado.
Es muy fácil comprar arte… cuando te gusta. Carmen y yo coincidimos mucho. Recuerdo una exposición de Zush con ochenta dibujos: a mí me gustó uno, a Carmen dos y uno de ellos era el que más me gustaba a mi. Compramos los dos. Eso nos pasa a menudo.
No elegimos temas, pero me atraen más las personas que los objetos. El ser humano es tan rico en matices, en expresividad, que siempre me resulta más interesante que cualquier objeto. Un retrato contemporáneo, aunque esté deformado como los de Bacon, me conmueve más que una mesa. Aunque hay excepciones. En el Museo de Llavaneres tenemos una exposición titulada “Mesas”. En una de las obras, el mantel que cae hace que la obra parezca abstracta.
De hecho, no creo que tengamos muchos paisajes en la colección. El arte contemporáneo no se presta tanto al paisaje, o lo hace de una forma tan abstracta que ya ni siquiera se reconoce como tal.
Me gustaría que quien viera nuestra colección pensara: ¿cómo eran estos dos que compraban obras tan distintas? Pues eso: “nos gusta lo salado y lo dulce. Lo emocional y lo racional. Lo potente y lo delicado”.
Siempre hemos comprado hasta donde hemos podido. Incluso un poco por encima de nuestras posibilidades. Nunca hemos tenido lujos innecesarios. Lo nuestro han sido los cuadros.
Eso si, tenemos una casa grande en Barcelona y otra en Llavaneres para poder colgarlos. La colección creció más de lo que imaginamos. Hoy tenemos unos 3.000 cuadros, 1.000 esculturas y más de mil grabados.
La primera obra que compramos Carmen y yo fue en 1968. Por entonces aún no era socio de ninguna galería, pero ya sentíamos un fuerte interés por el arte.

Apoyo a jóvenes artistas
Lo que nos interesa ahora es descubrir artistas jóvenes. Desde que nombramos a nuestra nieta Noa, licenciada en Bellas Artes, directora artística de nuestra Fundación, hemos fijado más nuestro interés en los artistas jóvenes.
Ahora que ya no tengo los ingresos que tenía, no podemos comprar cuadros de grandes artistas como antes, pero seguimos. Nos marcamos un presupuesto y hacemos un esfuerzo. En una edición reciente de una feria en Madrid compramos 17 cuadros. Todos de artistas jóvenes. No sumaban ni mucho menos lo que cuesta un Miró. Es una colección que se ha hecho a base de mirar, elegir, conversar y, sobre todo, compartir.
¿De qué joven artista habéis adquirido obra recientemente?
Hemos comprado una obra del australiano Michael Staniak (1982).

¿Cuál es la exposición más emocionante que habéis hecho hasta ahora?
Sin duda, la que hicimos este año en La Lonja de Zaragoza: “Cómo construimos la colección Bassat”. La preparamos junto a nuestra nieta Noa, en tiempo récord, y fue muy especial porque seleccionamos obras que realmente nos emocionan, sin otro criterio que ese. Nosotros fuimos los comisarios. Reunimos unas 120 piezas que cuentan nuestra historia como coleccionistas, desde los años 50 hasta hoy. Verlo todo junto, con ese recorrido vital y artístico, fue profundamente conmovedor.

¿Cómo te gustaría que se entendiera vuestra colección dentro de 50 años?
Me gustaría que, dentro de cincuenta años, quien vea nuestra colección entienda qué gusto teníamos mi mujer y yo. Que la miren, que la juzguen si quieren, que incluso la critiquen si quieren… pero que sea capaz de transmitir nuestro gusto, lo que nos emocionaba. No pretendo nada más.
Si algún día existe un museo, que podría ser, (porque una de mis hijas está empeñada en que lo haya y que se llame Museo Bassat), me parecería bien. Quizás podrían donarla a un museo existente si ese museo dedicara un ala a nuestra colección.
¿Qué te ha dado más satisfacción en tu vida? ¿la publicidad o el arte?
La publicidad ha sido mi profesión. Y la he disfrutado horrores. Empecé cuando en España aún no existía la carrera de Publicidad; la mayoría éramos autodidactas. Había publicitarios muy buenos como Paco Izquierdo en Barcelona y Roberto Arce en Madrid. Amigos los dos.
Yo estudié un año de Derecho y cuatro de Económicas y no me gustaron nada. Hasta que descubrí un postgrado en la Escuela de Ingenieros, donde daban asignaturas como marketing, publicidad, investigación de mercados… En la universidad no fui buen estudiante, pero en el Postgrado saqué todo sobresalientes y dos matrículas de honor, de Publicidad y de Marketing. Al año siguiente ya fui profesor de Publicidad de ese Postgrado y también en ESADE. Estudié hasta la saciedad.
Cuando abrí la agencia en 1966, en España se hacía buena publicidad en prensa, radio, vallas… pero en televisión no. Así que me fui a Estados Unidos a aprender. Entre 1975 y 1980 estuve doce veces, un mes y medio cada vez, en Ogilvy. Aprendí mucho.
En mi vida profesional no solo he hecho publicidad. He ayudado a mejorar productos de mis clientes y he rechazado hacer publicidad de otros, como el tabaco. Me eligieron mejor publicista hispanoamericano del siglo XX. Exagerado o no, fue un honor.
Las ceremonias olímpicas de Barcelona 92 también me marcaron. Dirigí a 165 personas durante años. No pisé la agencia en siete meses. Fue un esfuerzo colectivo, pero la última responsabilidad era mía. Alcanzamos una visibilidad brutal.
Ahora, si me preguntas qué me ha gustado más, si mi profesión o el coleccionismo, te diré que sin duda mi profesión. En ella lo he hecho todo.
En el arte soy un modesto coleccionista. Modesto con M mayúscula. Hay gente que sabe mucho más: los críticos, los directores de museos… Pero he vivido el arte con pasión. Solo que la publicidad ha sido el eje de mi vida profesional, donde he desarrollado toda mi creatividad.
¿Cómo es tu relación entre el arte y la publicidad?
Mi relación entre la publicidad y el arte ha sido natural. Una ha alimentado a la otra. Muchos directores de arte y publicistas se inspiran en pintores contemporáneos, y también en el cine. El cine contemporáneo ha sido una fuente de inspiración constante para mí. He tenido la suerte de conocer a grandes directores, como Adrian Lyne, que vino a mi despacho para hacer un spot conmigo. Había ganado un premio en Cannes y queríamos algo con ese estilo. Al final no pudo ser por fechas, pero fue un lujo tenerlo allí. He trabajado con gente buenísima.
Ahora bien, ¿de dónde viene mi actitud creativa? Desde muy joven. A los doce años vi una película que me marcó profundamente: Trece por docena. Trataba de un directivo de una empresa de coches en Detroit que aplicaba en casa los mismos métodos de eficiencia que en la fábrica. Cronometraba el tiempo que tardaba en vestirse, en abrocharse el chaleco… todo para ganar un segundo y medio. ¡Un segundo y medio! Me impactó. Aquella noche volví a casa pensando: “Yo quiero ser como ese tipo. Quiero mejorar la forma de hacer las cosas”.
Le pregunté a mi madre por qué hacíamos ciertas cosas de determinada manera, y me respondió: “Porque siempre se ha hecho así. Tu abuela ya las hacía así”. Aquello me removió. Yo quería probar a hacerlas de forma diferente. Me fascinaba la idea de optimizar, de crear, de mejorar.
Recuerdo que en casa dormíamos los niños en un dormitorio grande y mis padres en otro. Un día, mis padres decidieron que mi hermano y yo durmiéramos en habitaciones diferentes y me tocó una habitación más pequeña. Era interior, pero yo estaba encantado porque así podía leer por las noches. Y un día me pregunté: ¿por qué las casas tienen dormitorios interiores? ¿Por qué no puede ser todo exterior?
Con un compás y un poco de imaginación, diseñé un edificio cilíndrico, con un ascensor en el centro y una escalera en espiral. Todas las viviendas eran exteriores. Bajé a la calle, conté las casas de la manzana y comprobé que cabía el mismo número en formato circular que en el tradicional… ¡pero todas con jardín alrededor! Años más tarde, el arquitecto Coderch construyó en Barcelona cuatro edificios al lado del Corte Inglés, con un concepto similar. Y pensé: “No debía de ser tan tonto”. En el fondo, creo que siempre quise ser arquitecto, pero un profesor me dijo que no aprobaría nunca el dibujo del ingreso en arquitectura.

Hablando de arquitectura y de ciudad, ¿qué papel crees que tiene el arte en la transformación urbana y social?
Creo que el arte tiene que contribuir a la transformación de la ciudad. No hablo solo de los grandes muralistas como Diego Rivera, que fue un artista extraordinario, (aunque como persona no fuera ejemplar), sino del arte como herramienta real de embellecimiento y de identidad urbana.
Me parece que si los alcaldes pusieran a disposición de los artistas locales esas paredes medianeras que han quedado al descubierto, (porque junto a ellas hay solares o espacios verdes donde ya no se va a construir), y permitieran que allí se pintaran murales de calidad, no grafitis improvisados, las ciudades ganarían muchísimo en belleza. Esas paredes feas que nunca fueron pensadas para ser fachadas podrían convertirse en lienzos maravillosos.
¿Cómo imaginas la publicidad en los próximos diez años?
Creo que la publicidad dentro de diez años será conceptualmente igual, aunque formalmente cambie. Los conceptos publicitarios no han variado: la publicidad sirve para vender un producto.
Esto no debería cambiar. Ojalá cada vez más campañas cumplan con esas tres cosas, porque tenemos en nuestras manos medios que llegan a millones de personas. Si no los usamos también para hacer algo positivo por la sociedad, estamos perdiendo una gran oportunidad.
Recuerdo una campaña de Prenatal en la que por primera vez mostramos a un padre dando el biberón a su hijo. Hoy eso no llamaría la atención, pero hace más de treinta años fue una revolución. Mostramos también a un hombre con un bebé en un canguro… en esa época era impensable. Lo normal era ver a la madre con un niño en cada mano y un bebé colgado, y al padre caminando cinco metros por delante. A veces me daban ganas de decirle: “¡Señor, coja al menos a uno de los niños de la mano!”.
Para mí, si la publicidad puede adelantarse un poco a lo que será la sociedad, facilitar el cambio, mostrar a una mujer empresaria en lugar del típico director de siempre, eso es bueno para la sociedad… y acaba siendo bueno también para la marca. Por eso insisto: la publicidad ideal es la que vende, construye marca y mejora el mundo en el que vivimos.

¿Qué consejo le darías a un joven creativo en una era dominada por la inteligencia artificial?
Si tuviera que dar un consejo a un joven creativo en esta era en la que parece que todo pasa por la inteligencia artificial, le diría: ejercita tu memoria personal. Usa tu inteligencia, tu capacidad, tu tenacidad. No te rindas si la idea no aparece enseguida. No corras a pedirle una solución al chat de turno. Lucha por encontrar la idea tú mismo.
Recuerdo campañas que me costaron meses. En la de Avecrem, por ejemplo, tardé tres meses en dar con el “chup-chup”. Escribí más de mil eslóganes y ninguno me convencía. Así debe ser un buen creativo: exigente consigo mismo. No vale eso de “como no se me ocurre nada más, me quedo con esta”. No. Hay que seguir.
Yo creo en la inteligencia personal. En el esfuerzo, en la conversación con el equipo, en los brainstormings, en ese trabajo compartido que lleva a algo original. Y no tengo nada en contra de la inteligencia artificial, puede ser útil. Pero difícilmente va a crear algo realmente nuevo. Toma datos de lo que ya existe. Puede combinar, sí, pero para mí, hoy por hoy, la chispa sigue estando en las personas.
Además, me gusta que sea así. Me gusta que la idea salga de mi cabeza o de la de mis colaboradores. No de un algoritmo. Quizá es una cuestión generacional, lo reconozco. Pero intento transmitirlo a mis hijos y sobre todo a mis nietos: pensad primero vosotros. Y si vais a usar la IA, al menos sabed bien qué le vais a preguntar. Haced el trabajo. No lo deleguéis todo.
Es como aquel primer trabajo que tuve en Correos. Muy duro. Cargar sacos todo el día. Pero me quedé. Aprendí. Me conocí. Y al final, cuando todo el mundo renunció, fui el único que terminó. Y el único que cobró. No siempre hay que buscar el camino fácil.

¿Qué le dices a las nuevas generaciones?
Que trabajen, que se esfuercen. Que vivan experiencias duras que les enseñen el valor de las cosas. Que no busquen siempre el camino fácil. A mí, cargar sacos en Correos me hizo entender que todo se puede hacer. Y que después de eso, valorarás cualquier otra cosa.
¿Hay algún proyecto o sueño que aún tengas pendiente por realizar?
Quiero hacer una campaña mundial por la paz. Es uno de mis sueños pendientes. Estoy en ello.
Yo creo que hoy, más que nunca, hace falta levantar la voz por la paz. Con guerras en Oriente Medio, en Ucrania, en África… me siento aún más comprometido. Soy un firme defensor del diálogo. Creo, de verdad, que no hay un metro cuadrado de tierra que valga tanto como una vida humana. Ni uno.
Pelearse por un trozo de suelo, que muera alguien por eso… no lo concibo. Creo en la razón, en la palabra, en la argumentación. Solo he dejado de dialogar con personas imposibles, y muy pocas.
Este espíritu de diálogo lo he intentado mantener incluso en el mundo profesional, aunque reconozco que ha habido momentos de rivalidad. Recuerdo una anécdota con un gran creativo que tenía una agencia pequeña y muy buena.Me dijo que le copiaba, que le seguía. Le contesté que no, que yo quería hacer una agencia grande y creativa, no solo creativa. Él no lo entendió bien, y durante años sé que no fui precisamente su persona favorita.
Sin embargo, hace poco, en público, delante de varios colegas, dijo: “¿Sabéis cuál ha sido el error de mi vida? No haberme asociado con Luis Bassat”. Y lo dijo con sinceridad, sin necesidad. Me emocionó. Porque no es fácil reconocer eso, y menos en nuestro sector. Y porque, aunque competimos duramente, yo siempre le respeté. Que alguien diga algo así después de tanto tiempo me llenó de orgullo.

¿Qué harías si volvieras a nacer?
No sé si volvería a dedicarme a la publicidad. Ha cambiado tanto con las redes y los ordenadores que quizá ya no me gustaría tanto. Pero sí tengo claro que volvería a coleccionar arte, sin dudarlo.
Incluso hoy, con 83 años, sigo emocionándome con obras de artistas jóvenes. Y si puedo, las compro. Me gusta exponerlas, compartirlas. En la última muestra en la Nave Gaudí colgué obras de artistas emergentes que había descubierto en ferias de Madrid. En época de ARCO me quedo una semana entera recorriendo la ciudad y sus galerías.
Recuerdo una obra de un joven inglés: 40 bloques de hormigón vendidos por separado. Pero para mí tenía sentido como conjunto. Compré toda la serie. Al exponerla en Zaragoza, coincidió en sala con esculturas de Henry Moore. El artista estaba emocionado: “Que mi obra esté aquí, junto a la de Moore… no sabes qué favor me has hecho”. Y ese favor, que era suyo, también lo sentí mío.
Esos momentos son impagables. Y creo que esa es parte del sentido de coleccionar para mí.

¿Qué les dirías a ellos, a los artistas emergentes que están ahí luchando?
A los artistas les diría que se muevan, que busquen oportunidades fuera, que escriban a galerías, que utilicen internet. Hoy es más fácil que nunca llegar a otros países sin moverte de casa. Hay que ir donde está el cliente.
Ahora mismo hay artistas de Barcelona que están vendiendo en Madrid, porque allí se mueve más el mercado. Hay que ir donde está el cliente.
Colaboro con una agencia digital joven, Annie Bonnie. Ellos saben muchísimo de internet, pero me piden que les ayude con lo que yo se: entender al consumidor, construir marca.
Desde nuestra fundación, también usamos tecnología para apoyar a los artistas: incluimos códigos QR detrás de los cuadros, también junto a los que están expuestos para que quien los vea pueda saber más sobre el artista, ver otras obras suyas e incluso comprarlas. Nosotros no vendemos, pero sí queremos ayudarles a vender.
Si volviera a nacer en la época de las redes sociales, lo primero que haría sería aprender bien esas herramientas. Como cuando fui a Nueva York a aprender televisión, porque aquí aún no se sabía hacer bien. No me quedaría atrás.
Me da mucha pena ver artistas buenísimos dando clases de dibujo para poder vivir. Y parte de la culpa es política.

“El arte me ha enseñado a mirar”, dice Luis Bassat. Una de las grandes enseñanzas que nos deja esta conversación: aprender a mirar con otros ojos, con atención, con sensibilidad. Una invitación a dejarnos transformar por lo que vemos, por lo que sentimos. Porque como él bien sabe, mirar de verdad es el primer paso para comprender, crear y trascender.
Muchas gracias Luis por compartir tanto.
MÁS INFORMACIÓN SOBRE LA COLECCIÓN
La sede principal donde se puede visitar la Colección Bassat es la Nave Gaudí de Mataró, un edificio emblemático diseñado por Antoni Gaudí que acoge desde hace años exposiciones organizadas en colaboración con el Ayuntamiento de la ciudad. Allí se han presentado distintas etapas de la colección, desde sus inicios hasta el arte del siglo XXI, que combinan pintura, escultura, grabado e instalación. Además, organizan exposiciones itinerantes tanto en España como en el extranjero, llevando el arte contemporáneo español a nuevos públicos en ciudades como Sofía, dos veces, Varsovia, Cracovia y Nueva York. Para estar al tanto de sus próximos proyectos expositivos, puede consultarse su página web: www.luisbassat.com.
La Fundación colabora en iniciativas sociales en África: en particular, ha apoyado proyectos destinados a la educación, salud y mejora de instalaciones para niños y mujeres en el sur de Mozambique.